Su sonrisa húmeda destilaba la intensidad de otros labios rendidos. Los arrítmicos y enloquecidos latidos se oían desde el otro lado de la cama. Todo su ser se tambaleaba mientras su pecho crujía en la oscuridad. Y, sí, definitivamente le brillaban los ojos. Sin embargo, aquella noche, tras llegar a casa, lo primero que hizo fue sacar metódicamente la escuadra y el cartabón que guardaba en el tercer cajón de su escritorio. Y comprobó que, a pesar de todo, su corazón apenas se había ensanchado cuatro milímetros. Esta vez tampoco alcanzaba los 6,23 centímetros reglamentarios para poder considerar a aquello amor.
jueves, 10 de febrero de 2011
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